Humberto, vía al recuerdo

10253751_793337380701474_4581435709748363472_n-4Conozco poco de la corta vida de mi hermano Humberto y menos es lo que recuerdo del pequeño tramo en que coincidimos. A cambio, por mucho tiempo, la intensidad de imágenes alimentó el recuerdo y acrecentó su figura, fuerte y noble. (JGN).

Silbaba y cantaba mientras trabajaba.

A ratos, para descansar, sacaba la armónica y entonaba boleros de moda, o alguna que otra ranchera.

Humberto era de sonrisa fácil. Y, al sonreír, dejaba ver su diente de oro.

Era un rompecorazones con fama de buen bailador. También nadaba bien, por eso resultó inaceptable creer que se hubiera ahogado.

Su popularidad abarcaba diferentes ámbitos, empezando por la de trabajador.

Buena persona y bueno para diferentes actividades: desde las más rudas hasta aquellas delicadas, de tinte artístico. Fue hábil, sobre todo, para las manualidades.

Dibujaba, bordaba, tejía…

Dejó una buena cantidad de bocetos y objetos, y algunas especies florales del trópico plantadas por él. La cabecera de su cama, de hojalata, mostraba un trébol que le pintó en tonos pastel.

Dominó la carpintería, la peluquería y la sastrería.

Lo recuerdo fajado, cargando y sembrando durmientes; clavándoles grapas para asegurar el alambrado de púas que rodeaba la Casa del Aguila. Yo le “ayudaba” pasándoselas.

Sacaba galones de agua del pozo y llenaba el tanque grande que abastecía baño y lavadero; barría el enorme patio con una escobilla.

Pero, más que ninguna otra actividad, lo recuerdo serrucho en mano, construyendo repisas o percheros. Hizo un rifle y un caballito de madera con los que pasé una primera infancia feliz.

Antes que pudiera registrarlo en la memoria y para que no volviera a escaparme hacia las vías, de donde me rescató María (madre de su único hijo: Víctor Manuel), Humberto hizo las rejas para las puertas de la casa.

Esos caminos de acero son ruta firme hacia su recuerdo.

Pasaba frente a la casa trepado en algún armón, a veces cubierto con una capa amarilla, de hule, bajo la lluvia…

Mi madre le recomendaba protegerse de los cambios bruscos pues solamente de milagro sobrevivió a la perforación de bala en un pulmón. Ella lo curó con fomentos de hierbas medicinales y prolongado tratamiento con aceite de parlama, pero quedó severamente resentido.

Fue de los grandes percances que Humberto tuvo en la vida, el costo del enamoramiento que fructificaría para consuelo y desazón de mi madre a la pérdida definitiva del “hijo de sus entrañas”.

Cuando niño (cuando su / nuestra madre lo vestía de marinero), tuvo alguna vez elevada temperatura, producto de meningitis, que lesionó parte del cerebro. Eso probablemente le redujo potencial de estudio pero le desarrolló su versatilidad.

Del tercer percance no pudo reponerse, en absoluto.

Cantaba “Ayúdame, Dios mío” mientras se desplazaba en canoa por la bahía de Tonalá, cuando fue empujado al mar. Luego, al asirse del borde para ponerse a salvo, fue golpeado en la sien con un banco de madera, y lo abandonaron.

Fue la absurda venganza de colérico vecino a quien, algún tiempo atrás, mi padre impidió entrar a mi casa cuando, pistola en mano, perseguía a su mujer, a quien halló siendo acariciada por un cliente de la cantina que le había puesto en su vivienda, ubicada frente a nuestro hogar…

Con la muerte de Humberto, el primero de septiembre de 1960, acabó la alegría de mi madre, y por largos años la de nuestra casa.

De aquel triste suceso quedó un altar permanente. Más que físico, en el ánimo de doña Julia.

Quedó también el hábito de frecuentar el camposanto para visitar el “monumento” que le mandó construir de granito; la mantelería y vajillas para sus “velas” e infinitud de recuerdos.

Humberto perduró y perdura aún en las canciones y poemas que le gustaban, en sus giros coloquiales, en el recuerdo de los objetos que recreó y en su ejemplar participación en las filas de la juventud católica.

De alborada en alborada es 20 de enero, como aquel de 1935 en que nació.

(JGN).

 

 

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